La Romana by Alberto Moravia

La Romana by Alberto Moravia

autor:Alberto Moravia
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Narrativa
ISBN: 9788497935517
publicado: 2047-01-01T05:00:00+00:00


Capítulo III

Renuncié totalmente a Giacomo y decidí no volver a pensar en él. Me daba cuenta de que lo amaba y que, si volviera, me sentiría feliz y lo querría más que nunca. Pero sentía también que nunca más me dejaría humillar por él. Si volviera, me mantendría firme, encerrada en mi vida como en una fortaleza que, hasta cuando no quería salir de ella, era realmente inconquistable y difícil de derribar. Le diría:

—Soy una puta, una mujer de la calle, nada más... Si me quieres, tienes que aceptarme como soy.

Había comprendido que mi fuerza no estaba en desear ser lo que no era, sino aceptar lo que era. Mi fuerza era la pobreza, mi oficio, mi madre, mi casa fea, mis vestidos modestos, mi origen humilde, mis desgracias y, más íntimamente, aquel sentimiento que me hacía aceptar todas estas cosas y que yacía profundamente en mi corazón como una piedra preciosa en el seno de la tierra. Pero estaba segura de que no volvería a verlo, y esta certidumbre me inducía a amarlo de una manera nueva para mí, impotente y melancólica, pero no exenta de dulzura. Como se ama a los que han muerto y ya no volverán.

Por aquellos días rompí definitivamente mis relaciones con Gino. Como ya he dicho, no me gustan las interrupciones bruscas y quiero que las cosas vivan y mueran con su propia vida y su propia muerte. Mis relaciones con Gino son un buen ejemplo de esta voluntad mía. Cesaron porque la vida que había en ellas dejó de existir y no por mi culpa, y ni siquiera, en cierto sentido, por culpa de Gino. Y cesaron de manera que no me dejaron ni remordimientos ni tristezas.

Había seguido viéndolo de vez en cuando, dos o tres veces al mes. Gino me gustaba, como ya he dicho, aunque había perdido mi estima por él. Uno de aquellos días me citó en un bar, por teléfono, y le dije que acudiría.

Era un bar en mi barrio. Gino me aguardaba en el interior, una estancia sin ventanas, toda ella cubierta de azulejos. Cuando entré, vi que no estaba solo. Alguien estaba sentado con él, de espaldas a mí. Vi únicamente que llevaba un impermeable verde y que era rubio, con el cabello cortado como un cepillo. Me acerqué y Gino se puso de pie, pero su compañero siguió sentado. Gino dijo:

—Te presento a mi amigo Sonzogno.

Entonces el otro también se levantó y yo le tendí la mano sin dejar de mirarlo. Pero cuando me la estrechó, me pareció que me la apretaban unas tenazas y proferí un grito de dolor. Él aflojó el apretón y yo me senté sonriendo y diciéndole:

—¡Caramba, qué daño hace usted! ¿Siempre hace así?

No dijo nada y ni siquiera sonrió. Su rostro era blanco como el papel, la frente dura y saliente, los ojos pequeños, de un color celeste claro, la nariz roma y la boca semejante a un corte. Sus cabellos eran rubios, hirsutos y descoloridos, cortos, y las sienes, aplastadas. Pero la base del rostro era amplia, con unas mejillas gruesas y sin gracia.



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